recuerdos

Todo lo aquí expuesto, son los recuerdos vistos con ojos de la infancia. Las imágenes son solo ilustrativas, salvo las que lleven algún tipo de especificación. Deseo que este blog, sirva para evocar también vuestros recuerdos... si así fuera, dejen su comentario y compartámoslo. Gracias.

Apuntes 17



Al fin seré abuela, nacerá mi nieta en pocos días…
Todo lo que soñé vivir junto a ella, tal vez podrá hacerse realidad, quien sabe, en este nuevo siglo, parece no haber lugar para las abuelas y los huertos…
Demasiado tiempo, ejerciendo una profesión que me alejó de mis recuerdos, de las ilusiones y de las viejas maneras.
Hoy redescubro, en plena “revolución tecnológica y del saber”, que mejores los “saberes” de antes y sus valores “fuera de moda”, están aquí mismo, en la tierra, en el aire, en ese espacio remoto que nunca estuvo vacío, sino siempre ocupado, por aquellos, los que fueron, amaron, juzgaron, hicieron...".
¿Y cómo deshacerse de todo eso, sin perder de vista el objetivo de vida?

Moví hace apenas unos instantes, el baúl de su sitio, lo noté muy pesado, imaginé algo sobre aquel dicho de que la vida es como una mochila que se lleva a todas partes… imaginé aquella bolsa misteriosa de las películas de Luis Buñuel, que algún personaje extraño carga siempre sobre sus hombros.
Entonces, cada año de mi vida cayó sobre mí, como un mazazo, y fueron muchos…
Todavía no inicia el invierno, hace un año que comencé a relatarles mis recuerdos, y hay muchas razones para seguir haciéndolo.
Algún día debería vaciarlo, quitar lo que hay dentro del baúl, para poder apreciar todo lo que contiene, pero no lo hago, porque temo descubrir que el baúl deje entonces de ser ese espacio remoto que nunca estuvo vacío, sino ocupado por mis recuerdos.
Vuelvo a abrirlo, y el aroma es aún más intenso. Recuerdo entonces a la abuela en su cocina, siempre activa.
Aquella mañana en especial, estaba muy seria. La observo, a través de un pañuelo arrugado, hecho un bollito en un rincón oscuro, aplastado contra la tapa de un cuento infantil.
Recordé la historia, era sobre una niña española que quería tocar las castañuelas.
Una vez les pedí a mis padres que me compraran castañuelas. Era muy pequeña, así que creo que no tomaron muy en serio mi deseo (ahora que lo pienso, debí agregarlo a la nota para los reyes magos ese año…)
Recuerdo que fue un otoño muy destemplado, estaba en casa de los abuelos y enfermé de paperas, así que pasé una larga temporada disfrutando de los cuidados amorosos de la abuela. Veía a mis padres diariamente, pero al llegar la tarde, indefectiblemente, yo elegía quedarme. Como tenía que hacer un poco de reposo, casi no caminaba, apenas unos metros hasta la galería “secadero”, y allí sentada en una mecedora de mimbre y cubierta por una manta tejida al “crochet”, observaba el movimiento de la naturaleza, que jamás descansa, el trajinar de pájaros, hormigas y hasta el incesante caer de las hojas sobre el patio, me entretenían más que cualquier programa infantil de televisión.
La abuela ese día, desprendía en su andar un aire reservado. Había salido por la mañana con el abuelo de compras al pueblo. Yo miraba con asombro el jardín de invierno, tan repleto de canastos cubiertos con lienzo, despertaba esto mi mayor curiosidad. Podía distinguir la silueta de mi tío, el menor, mientras guardaba en bolsas de papel, tomates secos.
La hora de la siesta, la abuela la aprovecharía para terminar uno de sus tejidos, un cubrecama, para mí. Y es que había pasado un buen tiempo reciclando cintas y telas que cortaba y convertía en hebras de hilo, el resultado era hermoso y multicolor.
Pero ahora, estaba preparando la merienda. Yo sabía lo que me esperaba. Un enorme tazón de leche pura, y pancitos de miel.
Pero no, en cambio, trajo una fuente con “tortonas”, las había dejado mi madre el día anterior. Eran unos pancitos horneados “al rescoldo”, que desprendían un aroma indescriptible, mezcla de vainilla y nuez, muy dulce, y eran realmente sabrosísimos.
Colocó la fuente sobre la mesita, justo ahí, junto al tazón de leche y un manojo de flores de lavanda recién cortadas. Después dejó caer sobre mi falda un sobre, como esas bolsas de papel donde guardan el tomate…
Lo abrí y miré adentro, había un libro, era un cuento, y en la tapa el dibujo de una niña con ropas de bailarina española que en sus manos tenía ¡castañuelas! Eran de verdad, en realidad de juguete, pequeñas, justo para mis manitos.

Nunca supe de quien fue la idea, pero el dulce aroma a vainilla y nuez, me dio una pista…

Apuntes 16



Mucho tiempo ha pasado desde la última vez que he revisé, los viejos cuadernos de la Abuela. La vida cambia las perspectivas, no es lo mismo posar la mirada sobre la realidad de las cosas del presente, que inundarse de todo aquello que pasó, tal vez hojeando las páginas de otros tiempos, los recuerdos fluyan con ese color blanco almidonado de las sábanas, o el aroma de las puntillas caramelo que aún rodean fundas y almohadas, prolijamente planchas y ordenadas en un rincón del baúl.
¿Por qué será que los recuerdos a veces duelen tanto? Son como golpe directo al corazón, y aún así, uno los recibe con los brazos abiertos.
La infancia, esas personitas que fuimos y ya jamás seremos, esa ausencia de plenos, ya no existe. A veces, la inocencia de aquella época pide a gritos ser rescatada de algún viejo baúl de sueños ¿Quién no tiene uno? Seguro que si rasgamos la pared del recuerdo, hallaremos un resquicio de color y aroma a caramelo.
Es tan difícil enfocar un recuerdo feliz de la niñez, sin llorar por su pérdida.
Pero quienes tienen la fortuna de poder evocarlos, y descubrir que están allí, intactos, en algún espacio de nuestro propio tiempo, podrá volver a sentir en la piel esa conmoción de vivir, y seguramente podrá ser feliz, reviviendo ese instante, que creyó olvidado por ahí…
Fue hace muchos años, tantos que no me atrevo a contarlos.
Abrí el baúl, y lo primero que vi, fue esa puntilla color caramelo, asomándose de entre las páginas… por supuesto, de uno de los maravillosos cuadernos de la abuela.
Y entonces, viajé hacia los caminos bordeados de lavanda, pude sentir bajo mis pies el crujir de las hojas amarillas del otoño. ¡Cuan hermoso se sienten los pies! hundidos hasta los tobillos, en esa marea de ocres y polvillo. Jamás la abuela barrió una sola de esas hojas, que caían libremente, cediendo a la voluntad de una mano invisible que “zamarreaba” la copa de los árboles. Sauces, robles, álamos… crecían hasta la puerta misma de la casa, y solo en el patio resplandecía el cemento húmedo de rocío en las mañanas, cuando el viento se encargaba de despejarlo, y las hojas y bayas formaban olas ondulantes a cada orilla.
Cada estación del año, tiene su encanto especial. El otoño no es la excepción. No es verdad que sea triste, también el canto de muchos pájaros reciben el alba.
Pero, hablaba de la puntilla… era el pañuelo en el que la abuela siempre guardaba algo, durante nuestros paseos.
Allí se conservó durante semanas, el trébol de cuatro hojas, que ya les conté.
Un día, salimos a caminar a la hora de la siesta ¡Cuánta tibieza en el rostro! Eso adoro del otoño, cuando el sol lanza sus rayos directo a nosotros, y nos alivia del frío viento del sur.
La abuela juntaba las pepitas del laurel, mientras yo jugaba entre las hojas, cerca del estanque ¿Lo recuerdan? Hace ya un año que florecen a su alrededor, rosas, calas, junquillos, y toda clase de hierbas silvestres. El banco de madera que construyó el abuelo y yo ayudé a pintar de blanco, albergó todas mis fantasías durante el verano pasado… y ahora entre sus patas descubro una planta repleta de incipientes pimpollos amarillos, yo creía que flores así solo se veían en primavera, así que me sorprendí mucho y llamé a gritos a la abuela.
Ella corrió a ver, sabiendo ya que era mi costumbre siempre hurgar entre la maleza buscando quién sabe qué… pero al ver la planta que le señalaba se puso muy seria. - ¡No la toques!- me dijo.
Su orden despertó más aún mi curiosidad y asombro. Sentí que había hecho el gran hallazgo…
-Es un crisantemo- sentenció, sin la pasión que yo esperaba en sus palabras.
¿Por qué nunca vi más de esas plantas en tu jardín? Le pregunté con la perplejidad que se puede sentir a los 11 años de edad.
Me explicó que es una planta con flores muy bellas y olorosas, pero que es muy tóxica, y ella prefería no cultivarla, porque para el jardín y la huerta eligió plantas medicinales y aromáticas.
Mi mirada habrá tocado el corazón de la abuela, sentí tanta tristeza al ver el crisantemo desenraizado entre sus manos, porque cortó un pimpollo casi abierto, de un suave y pálido amarillo, lo envolvió en el pañuelo y me lo entregó diciendo: “Con cuidado, y ya no podremos usar este pañuelo, guárdalo, pero cada vez que toques la flor, ¡te lavas muy bien las manos! Y así fue, sencillamente, guardé el pañuelo con el pequeño tesoro dentro.
Si me permiten, tengo que lavarme ahora muy bien, las manos.

Apuntes 15



Cuánto tiempo sin recuerdos! Prometí contarles del estanque, eso fue en otoño pasado... ya estamos a las puertas de la primavera (en Buenos Aires)
Estoy mirando a través de la ventana, la imponente copa del ciruelo en flor. Miles de florcitas formando un hermoso manto de encajes blanco, quieto, recortándose en un cielo muy azul. Y entonces no puedo dejar de abrir el viejo baúl y con él una ventana hacia la infancia. Entre los cuadernos, hallé un pequeño cofre de madera, cuántos años sin verlo.
Sentí vértigo al levantar la tapa adornada con moños de cinta desteñida y un enorme botón de nácar. Dentro, asomaron mis lágrimas junto con sobres amarillos de cartas atadas con un cordón. "Felicidades y prosperidad", palabras escritas en antiguas tarjetas de Navidad y Año Nuevo, "Augurios de Felicidad"... firmadas por parientes que vivían tan lejos de América.
Me pregunto si mi abuela "fue feliz". Me contesto inmediatamente que "Sí".
Evoco entonces aquel año, 1973, primavera.
Los abuelos me invitaron a pasar una larga temporada en su casa de campo. Eran tiempos difíciles, de inestabilidad social y desencuentros cívicos.
El abuelo se jubilaría pronto, y pasaba más horas que nunca encerrado en el "caforchi", leyendo o escribiendo, con los dedos eternamente manchados de tinta negra.

Ungüentos y aceites, jabones y extractos, ya tenían su espacio en la cocina. ¡Como me gustaba verlos allí! si bien el misterio de la puerta de madera muy pesada y herrajes impresionantes del enorme mueble de la abuela, con su contenido fragante, era mucho más atrayente para una niñita de tan corta edad, también la tentación de tocarlos y olerlos al tenerlos al alcance de las manos era muy emocionante.

Adoraba las mañanas, tal vez por eso mis recuerdos siempre se instalan en el despunte del alba. Cada mañana representaba para mí, el comienzo, la manifestación de la vida proyectada en los jardines. Cuando los evoco, verdes, llenos de luz en primavera, la primavera que llega con sus pinceles a transformarlo todo, mientras los brotes y pimpollos pugnan por explotar húmedos de rocío... me avergüenzo de mi pobre y reducido huerto, por más que me esfuerzo, solo consigo pulposos áloes, azahares, y el pequeño bosquezuelo con su nogal, alcanfor, dos álamos, un kinoto, un sauce, un fresno, un palto pegado a una higuera y dos pinos... y entre dientes de león y salvia, el olivo, el laurel, el eucaliptos y los naranjos, herencia de los abuelos. Nada comparado a los cultivos de la abuela.

Ya les conté, de los serpenteantes caminitos escoltados de rosales y hierbas medicinales, de la huerta y el jardín de invierno, el secadero... y el estanque.

La abuela me servía la leche en el tazón de siempre, el mate pronto y los panes de avena y miel. En la mesa de la cocina, todo dispuesto sobre el mantel impecablemente blanco con sus rositas bordadas por sus propias manos. La primavera sonrojaba la pava, con un haz de luz el sol asomaba entre las cortinas de cuadraditos rojos del ventanal. El abuelo disfrutaba del mate que amorosamente le ofrecía la abuela. Yo los observaba feliz. Ambos murmuraban las tareas del día (hablaban muy bajito, como cuando sus hijos aún eran niños y temían con sus voces despertarlos). Por allí escuché mi nombre, no pude contestar enseguida, un sorbo de leche empujaba el bocado de pan mientras mis ojos imploraban que esperaran un poco... y es que cuando el abuelo decía mi nombre, era seguro que había grandes planes que me involucraban muy de cerca. Y así fue...

Privilegio de única nieta entre un montón de varones, entrar en el "caforchi". No dejaba de asombrarme, el mueble de la abuela al frente, estantes hasta el techo a cada lado, solo hacían un intervalo para permitir abrirse alguna ventana. El escritorio y la vieja máquina de escribir, un mimeógrafo, papeles, tinta... libros, y allí, sobre una pequeña mesa de cedro, la pila de cuadernos de la abuela, "cuadernos de tarea", los llamaba ella. En cada renglón, siempre detallaba alguna actividad, amenizada con una receta o fórmula que se le ocurría a veces en medio de los surcos mientras regaba o abonaba la tierra, es por eso que cuando yo estaba con ella, me tocaba llevar uno de esos cuadernos, no cualquiera sino el que indicaba expresamente la abuela. Así fue que me envió por este, el que ahora encuentro dentro del cofre de madera...
Los bosquejos del estanque, realizados a mano alzada por ella con algún garabato mío también. Y ya nos instalamos frente a la tierra húmeda, removida a la espera de semillas y plantines.
La abuela me dictaba, yo obediente escribía. Conque era eso, fui elegida para tomar nota de lo que crecería de ahora en más, alrededor y dentro del estanque, como de las piedras que lo decorarían.
El abuelo había terminado los dos bancos de madera y pintó de blanco. Ya estaban colocados sobre baldosas de cemento y a allí me instaló la abuela.
Comenzó a dictar nombres y fechas de siembra, yo escribía y observaba atenta como poco a poco, el estanque tomaba vida...
En unos días más, crecerán plantas acuáticas, hierbas aromáticas y flores bellas, será el lugar preferido para la costura de la abuela, y allí mismo, tejeré una manta junto a ella, cuando el sauce llorón se incline y remoje sus ramas en el estanque, yo tendré entonces algo más de 11 años...

apuntes 14

Hace tiempo, que olvidé los recuerdos por ahí...
Falté a una promesa, la de contarles sobre aquellos días de inocencia y asombros contenidos, cuando aún sentíamos vergüenza ante la mirada severa de los abuelos pidiendo explicaciones por alguna travesura, sin darnos cuenta que a nuestras espaldas sonreían con bondad.
Es que lamentablemente, el tiempo y la distancia a veces nos llevan a correr tras un sueño inalcanzable de urbanidad y progreso.
No reniego del avance implacable de la sociedad, solo pido un alto, un respiro para volver a suspirar, y recordar.
En mi país, comienza ya a envolvernos el otoño. El frío todavía no ha desprendido la última hoja del nogal, pero ha comenzado a dar pinceladas de ocres aquí y allá...
El jardín de la abuela, como el de Monet, rebosaba de rosales entre verdes y amarillos. Y fue un día, muy claro, soleado y fresco, abril de 1972, el día elegido.
Recuerdo que era sábado, desperté en casa de los abuelos, como tantos fines de semana de campo. La abuela preparaba el mate, el abuelo leía eternos libros junto a la estufa y el gato "olivero" (le pusimos ese nombre porque apareció tres años atrás, abandonado y enfermo, debajo de uno de los olivos).
Yo me entretenía, mirando por la ventana como mis tíos, acondicionaban el jardín de invierno allí afuera, entre resoles y neblinas.
Sentada a la mesa, con el enorme tazón de leche frente a mi y panes de miel, presté atención a la abuela. Estaba haciendo anotaciones en su cuaderno más viejo, mientras cebaba mate. No quería interrumpirla, pero su silencio me inquietaba un poco, estaba bien para el abuelo, que siempre leía... pero ella, rara vez se mantenía tan callada en la cocina.
Le pregunté qué tanto escribía, si alguna receta, entonces me miró sobre sus gruesos anteojos y me dijo muy alborozada ¡Hoy sin falta vamos a construir un estanque!
¡Un estanque abuela! Siempre había soñado con un bello estanque, como de un cuadro de Monet, donde brillara el sol entre flores y hojas flotando, e imaginaba pájaros bañándose en él.
Y los gritos del abuelo, ¡qué te has vuelto loca mujer! y frases en italiano entrecruzándose con muchas más en gallego, y la risa que me provocaban esas discusiones, eran como un juego, el abuelo se oponía un rato para terminar cediendo, pero siempre protestando...
Después de desayunar, enfilamos hacia el jardín. Aun el abuelo protestaba ¡que no es época te digo! Y la abuela con dulzura pero firme ¡qué sí, que ya lo quiero!
Todas los plantines nuevos, fueron trasladadas al jardín de invierno. Otro bello y mágico lugar, un cuadrado no muy amplio, como una pecera de vidrio, donde había macetas, macetones y jardineras repletas de tomillo, orégano, salvia, romero...
Detrás del huerto, había un buen espacio libre, rodeado de calas y limoneros, la abuela dando amplias zancadas, delimito unos metros... y plantó allí la pala...
Tuvieron que socorrer al abuelo mis tíos y tías (que llegaban de visita) y entre todos intentaban quitarle a la abuela de las manos, la pala.
Al final, fueron turnándose los hombres, pues era cosa de hombre, hacer pozos en la tierra.
Pero la abuela los supervisaba, mientras recolectaba algunas semillas y bulbos que iban apareciendo...
Al cabo de cierto tiempo, ya el pozo tenía el visto bueno de los tíos. Yo lo veía inmenso, de unos tres metros de diámetro y uno de profundidad, estaba hipnotizada, observándolo. Hubo más discusiones entre los abuelos, siempre debía ser así, hasta que, solo quedamos, la abuela y yo, ella aferraba otra vez a la pala, y yo sosteniendo el cuaderno, donde había dibujado un hermoso estanque, con flores, agua cristalina, un bebedero de pájaros y dos bancos a los lados.
¿Y ahora qué hacemos? le pregunté frente al pozo, que se veía en realidad muy feo y negro.

Ya era hora del almuerzo, pero nada había cocinado la abuela ese día. Me contó todo sobre su loco proyecto, el invierno se acercaba, definitivamente, no eran buenos tiempos para inaugurar un estanque.
Con infinita paciencia, el abuelo, colocó unos caños desde el molino al pozo, trabajó callado toda la tarde, mientras la abuela le convidaba con pan y queso sazonado con oliva, tomate y ajo. Yo renegaba de ser aún muy pequeña para hacer algo importante, así que la pasé dando vueltas y vueltas alrededor del pozo.
Ese día terminamos los tres muy cansados, anocheció y comenzó a hacer mucho frío, en la cocina, con la estufa crepitando, los abuelos se durmieron en sus sillas, cabeza con cabeza. Antes de despertarlos, miré por la ventana hacia afuera, allí estaba el pozo, y sobre el vidrio empañado, garabatee unas flores, pájaros dos bancos...
Por supuesto que nos llevó muchos meses de trabajo, pero ya para el verano de 1973, el jardín de la abuela ¡tenía un hermoso estanque!
Ya les contaré...

Apuntes 13


Hoy, la melancolía golpea fuerte mi puerta. Decidí no abrirle, no dejarla pasar y en su lugar, invité al pasado. Le permití instalarse por un rato aquí mismo, en la cocina. Miro la vieja mesa y me detengo, en esos garabatos de la madera, que el capricho de mi invitado dejó allí, como huellas de sus hermanos, los recuerdos. Se preguntarán, por qué tanta metáfora, les respondo: porque cuando en la garganta se nos forma un nudo, y un puño el corazón "aprieta", solo queda enfrentarlos, hacerse su amigo.
Estaba leyendo, un cuaderno de la abuela cuya tapa reconocí al instante de verlo, y fue entonces cuando el aire se impregnó de bullicio y aroma a eucalipto.

Había viento, como siempre en los comienzos del otoño, la abuela escribía y escribía, sobre esta misma mesa, y yo insistía e insistía, que me llevara a remontar mi barrilete.
Mi padre me lo había hecho, era una enorme estrella de papel de seda, azul y amarilla, con muchos flecos y una cola de trapos blancos.
Pero la abuela debía hacer sus anotaciones primero.
Marzo, era el mes del laurel, para lo que había que recolectar el fruto. También semillas, bulbos raíces y cortezas. Yo la ayudaba, cuando iba de visita, pues ya había comenzado la escuela. La rutina era otra, y extrañaba levantarme al amanecer para las tareas del huerto, ahora era diferente, pues todo debía hacerse al mediodía, pues debíamos esperar que el rocío se evaporara de las plantas.
Así que después de que la abuela hubo terminado de escribir, me entregó el cuaderno y me pidió que hiciera esas tareas...
Leí con sorpresa, pues rara vez, yo tocaba esos cuadernos...
"Borraja. Recolección de Semillas. Cortar las flores secas desde el tallo y atarlas en un manojo. Colgarlas en el secadero metidas en una bolsa de papel”... y la lista seguía.
Entonces la abuela me dijo: "entiendes, porque tengo que hacer todo esto, ahora no podemos ir a remontar el barrilete, las plantas no pueden esperar". Entonces, comencé a rayar la mesa con un clavo, y creo que lloré ese día.
Ahora miro la mesa, cuento las rayas que le hice a la madera, y quisiera tener allí a la abuela, escribiendo...
Esa tarde, no importaron la borraja, ni las azucenas, y tuvieron que esperar los frutos del laurel...
Fuimos a remontar el barrilete.
Tenía 7 años de edad, y en realidad lo que más quería era caminar con ella, atravesar los caminos bordeados de espinillos, los cultivos de lavanda, hasta las cercanías al monte de eucaliptos, allí había un claro, con el pasto bajo y tierno, el espacio de la manzanilla, le llamábamos.

La abuela se llevó un banquito y su tejido, una nueva bufanda para el abuelo.
Busqué el mejor lugar, coloqué con cuidado el barrilete en el suelo... estiré el cordón, conté hasta tres, y me lancé a toda la velocidad, como las piernas me permitieron. Corrí, buscando una ráfaga de viento, pronto el barrilete se elevó muy alto. Estaba feliz, la abuela sonreía y me llamaba, me senté junto a ella, y comenzamos la rutina. Tenía en sus manos varias hojas arrancadas bajo mis protestas, de su cuaderno viejo, convertidas en cartas para quienes habitaran el cielo, fuimos pinchándolas al tenso hilo, una a una, y las veíamos subir rápidamente hasta unirse a la estrella color azul y amarillo. Así pasaba uno de los momentos más hermosos de mi infancia. Hasta que de pronto, el barrilete viró a la derecha, se elevó locamente, se puso de cabeza, y cayó. Corrimos impotentes, mientras el hilo se cortaba y el barrilete, caía obstinadamente hasta dar contra una la copa de un árbol. Pero esa es otra historia.

APUNTES 12

Las 5 de la mañana. Pleno verano y ni una nube en el cielo. Apenas soplaba una suave brisa que venía trayendo del este, esa disimulada y tímida ráfaga de aire fresco. Tenía sueño aún, y me costó abrir los ojos, cuando la abuela me llamó desde la cocina, taza de leche fría en mano, y aquella hermosa y cómplice sonrisa. Como cada año, después de las fiestas, se alargó mi estadía en el campo. Mis padres resignados, me visitaban cada día, conociendo mi negativa ante la pregunta de rigor:
"¿Volvés hoy con nosotros a casa?"
Sucede que aún de pequeña, conocía los signos de la profunda tristeza del cambio de estación. Increíblemente, todavía hoy, después de más de 30 años, aún me deprime la cercanía del otoño...
Desde aquellos tiempos, en que el otoño significaba, volver a la rutina del colegio, de caminar por asfalto, de respirar otros olores inciertos y de dejar el mundo mágico de los abuelos. Pero ese será otro capítulo de la historia...
Otra vez en la paz de la cocina junto a los abuelos, apurando el desayuno pues ya estaba amaneciendo, y se acercaba la hora del gran acontecimiento.
Salí con la abuela al camino ancho y escoltado por los enormes eucaliptos. Siempre mirando hacia arriba, buscando entre el frondoso follaje, alguna señal de esas diminutas "chicharras" (cigarras) que alertaban con un tremendo barullo sobre el calor que se avecinaba. Una vez, después de tanto buscar en el tronco de un árbol, descubrí al fin sus formas. Con mucha sorpresa, encontré su cuerpo vacío y seco. El abuelo entonces me explicó, algo sobre la metamorfosis... pero me pareció muy espantoso... tenía entonces cinco años de edad, así que preferí imaginar a la "chicharra" como una princesa, que dejó de ser ese feo insecto, despojándose de las ropas que la tenían aprisionada, para convertirse en una hermosa hada, pequeña como un colibrí. Nunca le hablé de esto al abuelo.
Caminamos entonces hacia un cañaveral, donde asomaba ya a la vista el terraplén, una elevación del suelo, un pequeño arroyuelo, y el matorral.
Era curioso estar allí. Papá tenía unos catalejos, y desde la terraza de mi casa, me había hecho mirar a través de él, hacia el horizonte, a lo lejos, apenas pude ver una columna de humo perderse entre los árboles y el cielo.
En cambio ahora, estaba allí mismo, pensaba que extraño, encontrarme de pie en la línea de aquel horizonte...
La abuela interrumpió mis cavilaciones, hasta ahora habíamos andado en silencio.
- Hija! ya son las cinco y media! Ya llega! ya llega!
Y entonces, con los primeros rayos de la mañana, fijé ansiosa la vista hacia aquel bulto negro que asomaba entre un monte de álamos y sauces.
Así que después de todo, no estábamos en el horizonte, pues la claridad del día me mostraba que la línea donde se une el cielo con la tierra, quedaba muy lejos de allí. Y era desde esa línea, que emergía la mole rugiente, como hilera de enormes cajones de hierro repletos de carbón, troncos y granos, creo que distinguí también alguna habitación iluminada y hasta me pareció ver a unos señores saludar desde las ventanillas.

Era mi ilusión hecha realidad al fin, sentí que casi podía tocarlo. El tren, la locomotora a vapor, que todavía atravesaba aquellos parajes con su misteriosa carga, echando humo y devorando los pastos como las distancias. ¡Qué imponente era! Y al mismo tiempo se me antojó tan frágil! En pocos minutos la perdí de vista. Pasó raudamente haciendo crujir el terraplén y las cañas para desaparecer, no sin antes torcer a la izquierda y luego a la derecha y más allá... siguiendo un sendero serpenteante hasta el horizonte mismo. Pensé entonces, pedirle a la abuela que algún día, me lleve hasta el horizonte, pues deseaba pararme justo allí mismo, para ver como el cielo se une con la tierra.

apuntes 11


La mañana estaba oscura, parecía como si la sombra de un gran puño oprimiera el jardín y el huerto.
La abuela estaba cubriendo unos almácigos de tomillo, pues apenas comenzaba a brotar la delicada hierba, y una fuerte lluvia podría afectarlos mucho.

Yo salí a la galería que hacía las veces de secadero de plantas. Allí colgaban, ramilletes de lavanda, eucalipto, laurel, palto, higuera, alcanfor, álamo, sauce, fresno... y sobre una larga mesa, bandejas repletas de hojas de aloe, cáscaras de naranja y pomelo, cascarillas de nuez, en fin, era verano, y la principal actividad de la abuela, era disecar para que nada faltase en invierno, tanto para sus jabones y ungüentos como para la cocina. Así también podíamos encontrar en el secadero, tomates, ajíes, duraznos...
La galería, se hallaba orientada de tal manera, que quedaba muy protegida de vientos y tormentas. En su lado sur, se elevaban varios álamos como una muralla, en el lado noroeste, un laberinto de boj, y al este varios olivos, tilos y una frondosa madreselva. Además, la galería contaba con amplios ventanales hasta la mitad de su extensión.
Mientras ayudaba a la abuela a cerrarlos, oímos un descomunal trueno. El rayo cayó muy cerca de la casa, carbonizando un viejo ciprés.
En ese momento, la lluvia fue torrencial, así que corrimos a la casa. El abuelo también había estado asegurando puertas y ventanas. El viento era muy fuerte e inesperado.
Apenas pasaron unos minutos, y escuchamos ruidos de trastos que se golpeaban. En la cocina reinaba la calma, no venía de allí.
La casa de los abuelos, constaba de tres viviendas, comunicadas por un patio de buenas proporciones. En la parte principal estaban la galería de la, entrada, la cocina, el comedor, los dormitorios y el "caforchi", esa especie de taller-laboratorio que ellos compartían, este se comunicaba con un pequeño jardín de invierno, y luego la galería secadero. Cruzando el patio, los galpones que mis tíos utilizaban de almacenamiento, y más allá, una cocina de campo muy grande, con parrilla, donde se reunía la familia los domingos. Los abuelos y yo, mirábamos por la ventana del frente, la lluvia que arreciaba sobre el monte de eucaliptos, ignorando lo que ocurría en el secadero.
Pero, en un segundo, vimos volar por los aires un ramillete de lavanda. En ese momento el rostro de la abuela se puso muy pálido. Corrió al fondo e intentó salir, pero entre el abuelo y yo se lo impedimos. Escuchamos otra vez espantosos ruidos, espantosos porque comprendimos que el viento hacía estragos en el secadero, donde los ventanales se abrieron dejando todo a su merced.
Quedamos mudos de impotencia.
Cuando la tormenta pasó, era cerca del mediodía, llegaron las tías preocupadas por la intensidad del viento.
Cuando salimos al patio, ya desde allí pudimos ver la galería vacía. Nada había quedado. Todo se encontraba disperso a lo largo de la media hectárea que rodeaba la finca.
Lloré junto a las tías, ellas recordaban con tristeza las veces que de niñas ayudaban a la abuela en sus tareas de recolección de frutos y plantas, las veces que prepararon allí conservas con tomate disecado ¡y qué ricos que eran! tal vez sería el primer invierno en que no los comerían...
La abuela entonces, se puso a limpiar enérgicamente. Era finales de febrero, pero aún queda mucho por cosechar, dijo, y con suerte, también se podrá secar algo más.
Todos ayudamos a la abuela. Las tías seguían llorando, evitaban mirar el huerto y el jardín, donde solo quedaban tallos cortados, pues toda la producción de ese verano estaba en el secadero.

Al atardecer, la abuela me tomó de la mano y juntas fuimos hasta los manzanos. Eran cuatro, daban frutas que nunca acababan de madurar. Buscamos las manzanas más grandes y llenamos una canasta. Luego en la cocina ¡a pelarlas! Hirvió la pulpa con azúcar hasta que se cristalizó. Las cáscaras, las colocó en fuentes para secar. Sonreía y cantaba, como si se le hubiera ocurrido una gran idea.
Cenamos pollo, papas y de postre, dulce de manzana.
Al día siguiente, muy temprano, me explicó que secaríamos las cáscaras de manzana, y me enseñaría a hacer "extracto de manzana en polvo", lo dijo así, dándole la mayor importancia.

Eso me dejó la abuela, la enseñanza de que pase lo que pase, siempre hay algo nuevo para hacer. Decía siempre que el futuro sería de aquellos que supieran "crear" las condiciones.
Unos días después, anunciaban la escasez de algunos productos, entre ellos el jabón. Mi tío mayor tuvo la idea ¡vender jabones! Está bien, dijo la abuela, pero solo a los de la capital, aquí a mis vecinos siempre se los regalé, y lo seguiré haciendo. Vendió mucho, tanto que pudo invertir en la compra de hortalizas, tomates... y mirando al cielo un día me dijo: todavía hay buen sol, ¡vamos al secadero hija! Aunque no se privó de criticar aquellas verduras que ¡quién sabe con qué las regarían!...